Texto e imágenes
de Dániaba Montesinos
Publicado el
16-06-2016
Un amigo dice que las palabras se
duermen al darlas por supuestas y para despertarlas es preciso encontrar sus
raíces y revelar su etimología. Aprendí también que al utilizarlas con rigor
matemático se minimiza el juicio errado y procedo así cuando noto que el hábito
atonta mis sentidos. Por ejemplo, arquitectura es para mí una palabra familiar
y según el diccionario real de la lengua española deriva del latín architectura
y ésta a su vez del griego achitekten, formada por la raíces arkhos, jefe y
tekton, constructor, al final se define como un sustantivo femenino referido al
arte de proyectar y construir edificios.
Edificar activa todos los sectores
artesanos e industriales que mueven la economía de un país. En Cuenca
construyen indígenas y campesinos que dejan sus tierras en busca de trabajo,
los oficios relacionados se industrializan con rapidez y la planificación urbana
está en manos del sector inmobiliario, financiero y corporativo. En este
escenario, el rol del arquitecto actual es ambiguo. En términos prácticos no es
él quien construye, no somos nosotros quienes construimos y la planificación a
nivel macro, se regula desde el poder económico. La esencia de esta palabra
hace mucho que se diluyó.
Alentar la conservación del patrimonio
en el cantón Cuenca mediante un blog, suscita cuestionamientos, ¿qué es
patrimonio? Del latín patrimonium, es un término utilizado por los antiguos
romanos para designar los bienes que heredaban los hijos de sus padres y
abuelos. Es posible descomponerlo en patri que significa padre y onium
recibido, es decir, lo recibido por línea paterna o por el padre. Este concepto
es cardinal porque organiza partes medulares de la sociedad como el Derecho.
La trascendencia del patrimonio está en
aquel dispositivo sutil, invisible al sentido de la vista y a cualquier otro,
cuya re-evaluación marcaría la diferencia en la valoración de los objetos que
heredamos y de entre ellos, aquellos que decidimos conservar: el hábito, ha
estado ligado a la humanidad desde siempre. Según Terence Mckenna[1]
“…es una tendencia o práctica establecida. Familiar, repetitivo, y en gran
medida sin examinar, hábitos son simplemente las cosas que hacemos. La
gente, dice un viejo dicho, somos criaturas de hábito. La
cultura es en gran medida una cuestión de costumbres aprendidas de los padres y
de aquellos que nos rodean y luego poco a poco modificada por las condiciones
cambiantes e innovaciones inspiradas”. El mismo autor revela la contraposición
temporal de las trasformaciones humanas marcadas por un frenesí de novedad
cultural y tecnológica, frente a las lentas, “casi glaciares” mutaciones de las
especies y de los ecosistemas. El quehacer humano argumentado en un arrebato de
derroche ilimitado y excesivo es antagónico al austero sentido de eficiencia y
economía de la naturaleza.
El reto latente de la conservación es
revelar los hábitos detrás de cada edificio; hábitos que le otorgaron sentido,
que gestaron su existencia y que codificarán nuestra conducta futura. Durkeim y
Mauss[2]
otorgan a la arquitectura un papel integrador del orden social y del simbólico.
Frank Paul[3]
al fusionar la historia de la arquitectura con la de la cultura, define las
construcciones como “el teatro de la actividad humana”. Si la naturaleza
sustenta la arquitectura y ésta esculpe nuestro comportamiento ¿qué hábitos
conservamos y cuáles desechamos? En un escenario marcado por la incertidumbre y
el cambio perenne, como sostiene el budismo que revela la impermanencia del
mundo fenoménico y a través de ésta su carácter ilusorio, ¿es posible que los
hábitos que adoptemos marquen la diferencia entre la vida y la muerte de
nuestras ciudades?, ¿qué hábitos heredamos a nuestros niños? y a través de
ellos, ¿qué mundo dejamos?
Recordando a mi amigo otra vez, quien
solía citar a Einstein quien decía que es más fácil romper un hábito que un
átomo. ¿Por qué?, porque los hábitos no se ven, son invisibles, pero las secuelas
tras su accionar son evidentes y perduran.
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