martes, 2 de agosto de 2016

LA QUINTA FACHADA DEL CENTRO HISTÓRICO: PROYECTAMOS HACIA EL CIELO LO QUE CONSTRUIMOS O DESTRUIMOS EN LA TIERRA

Por Sonia Arévalo
Fotografías de Andrés Sánchez

Siempre consideré a Cuenca especial y atractiva, una ciudad privilegiada por su riqueza natural y cultural. Como arquitecta creí que pese a la pérdida de construcciones y espacios públicos tradicionales, como parte de los desafíos afrontados por el centro histórico, se había logrado mantener una parte significativa del patrimonio cultural edificado.

Sin embargo, ante nuevas tecnologías que hacen posible observar la Ciudad de manera panorámica, no sólo la cubierta de una edificación, un espacio público específico o uno de los parques tradicionales; sino el conjunto visto desde una nueva perspectiva, me pregunto: ¿cuál es el estado actual de su vista aérea?, ¿cómo se integra lo edificado al entorno natural?, ¿cómo se proyecta hacia el cielo lo que se construye en la tierra? Las respuestas a estas interrogantes evidencian el estado alarmante en el que se encuentra la quinta fachada.

¿Qué es la quinta fachada? Toda edificación tiene cuatro frentes expuestos según su tipología, pero hay otro que es invisible al observador desde la calle: la cubierta. Ésta, sumada a las de otros inmuebles, espacios verdes, parques, calles y las actividades de los habitantes, observados desde el aire, constituyen la quinta fachada.

Los orígenes de la Ciudad están en el casco antiguo, junto con la tradición y cultura reflejadas en edificaciones patrimoniales que cuentan la historia a través de materiales como la teja.  Sin embargo, en la actualidad Cuenca antigua pierde su color y con ello su identidad cultural evidenciada en el quebranto gradual del recubrimiento de teja de arcilla artesanal, elaborada por familias enteras, padres e hijos para quienes, durante años y por generaciones, ha constituido la única fuente de ingreso que ahora pende de un hilo. A esta situación se suman los agregados: culatas de bloque; terrazas de hormigón con chimeneas, cisternas, lavanderías, antenas; y espacios convertidos en bodegas que exhiben el deterioro de la quinta fachada. Se pierden también los espacios verdes, patios, traspatios y huertos de varias edificaciones patrimoniales; muchos de ellos transformados en parqueaderos que desmejoran la imagen aérea, la calidad ambiental y subrayan la falta de integración al entorno natural.

Los propietarios, profesionales y ciudadanos debemos ser conscientes de las afecciones causadas por intervenciones no apropiadas en las cubiertas. ¿Cómo mantener la fisonomía propia del casco histórico? Con el objetivo de descubrir vías apropiadas para enfrentar la situación de manera acertada, el Departamento de Investigación de la Dirección de Áreas Históricas y Patrimoniales está llevando a cabo un proyecto que será fundamental para la futura preservación y recuperación de la quinta fachada.

Valorar, recuperar, conservar y mejorar el Patrimonio cultural edificado son estrategias imprescindibles para mantener el rostro de la ciudad vieja y mostrar lo que fuimos y lo que somos como un crisol de etapas históricas, aspectos que serán tratados en las siguientes entregas sobre este tema.

Desde el barrio San Francisco hacia el oeste de Cuenca, Ecuador
Desde el barrio San Francisco hacia el norte de Cuenca, Ecuador

lunes, 1 de agosto de 2016

¡COCOLA, MONGOLA, TINCA LA BOLA DEL BACÍN!

Por María Arévalo

Cuenta mi padre que durante su niñez no había servicio de agua potable que llegara a los domicilios en nuestra ciudad. La casita en que nació,  de la Calle Larga, veía correr a su frente  una acequia que conducía las aguas servidas del vecindario y era el lugar en que los niños generalmente, vaciaban los grandes gualatacos -bacinillas de madera- en donde los miembros de la familia hacían sus necesidades.

Las familias acomodadas delegaban este oficio a niñas indígenas traídas de las zonas rurales cercanas a Cuenca para trabajar de por vida en sus casas a cambio de techo, comida y vestimenta. En esa época de precarias condiciones sanitarias, los piojos eran huéspedes normales de las personas y su lugar de asiento favorito era la cabeza.  La tarea de espulgar tomaba tiempo;  cuentan que era común ver a la luz del sol, a mujeres espulgando sus testas  y sus polleras en las aceras de las calles.  Pero no se molestaban en asear ni espulgar a estas pequeñas, sino que las rapaban.  Y eran las niñas rapadas, las pequeñas criadas, quienes botaban los bacines de sus amos en las acequias, aguantando las afrentadas de los rapaces que les gritaban: “Cocola, mongola, tinca la bola del bacín”,  por su cabeza sin pelo, por la oblicuidad de sus ojos que semejaba características mongólicas, y por el oficio de golpear violentamente con sus dedos el bolo fecal.

Para papá, hijo único, botar el bacín era un pretexto para divertirse con sus amigos en la acequia que traía en su caudal infinidad de cachivaches y pequeños animales muertos o casi muertos, confundidos entre un sinfín de bacinillas oxidadas.  Cuenta que muchas veces se le perdió el bacín de mis abuelos por distraerse en el juego y que aguantaba las “pisas” de su madre cuando llegaba a casa bien entrada la tarde, con un bacín cualquiera, que era identificado al día siguiente, cuando ya había sido ocupado.

Lo más triste, comenta, era rescatar cachorros de las aguas inmundas y no tener qué hacer con ellos, porque su madre no le recibía más animales.  Entonces, acudía trémulo, acunando el tesoro latiente y húmedo, a la tienda de mama Emilia, una viejecita sabia que oficiaba de curandera del barrio, cuya sensibilidad no era ajena a su súplica.  Después de las reprimendas del caso, le recibía el encargo, y se ocupaba de asistir al animalito hasta conseguirle un hogar permanente. Papá, con el corazón agradecido, le retribuía el favor, haciéndole todo tipo de “mandados” y  llevándole de vez en cuando, pescados capturados en las aguas del Tomebamba, que corría cerquita de su casa.

Cuando se inauguró en Cuenca el sistema de agua potable, contadas familias pudientes instalaron en sus viviendas los servicios higiénicos, que eran unas gigantescas tazas de loza conectadas a un tanque  alto que hacía de reservorio de agua y que se accionaba tirando de una cadena larga situada a un costado del depósito, las famosas baterías NIÁGARA. 

El arribo de estos aparatos  había sido una novedad. Cuenta papá que un compañero suyo de la escuela de los Hermanos Cristianos llegó con la noticia de que en su casa había un artefacto hermoso para hacer las necesidades, que no tenían que desocuparlo, porque tirando de una cadena, mágicamente desaparecían los excrementos.  Les llevó a los más íntimos a conocer el portento y poco a poco llevó a todo el grado; pero cuando el número de curiosos aumentó, se ingenió para cobrarles la visita, aplicándoles una tarifa de medio por orinada y real por cagada, monedas fraccionarias del Sucre, en ese entonces nuestra moneda oficial. Era un precio justo por el trabajo de introducirles a hurtadillas,  para evitar que fuesen vistos por los miembros de la familia. 

Durante mi niñez, ya se habían instalado servicios higiénicos en casi todas las casas, incorporados en espacios improvisados, alejados de las otras habitaciones.  En mi casa, el lugar era  tétrico, tanto, que en las noches, cuando la necesidad apremiaba, llegar allí significaba una verdadera tortura, por el frío, por la oscuridad, por el sinfín de leyendas sobre apariciones en lugares lúgubres, contadas por el Toyo, mi hermano mayor, genial inventor de cuentos, nuestro propio Allan Poe. Pero los muchachos de la casa no se hacían problema, habían descubierto sitios alternativos, según contaban, las plantas sembradas en las macetas de la casa les debían a ellos su exuberancia.

Lo que no había o era muy escaso era el papel higiénico, en su lugar se utilizaba papel periódico. Era habitual observar en los cuartos de baño de aquel tiempo, justo al lado de la taza del servicio, un enorme clavo con recortes de periódico que cumplían su cometido con eficiencia y que además informaban a quien se encontraba “en labor”.

Las duchas llegaron mucho después.  En mi casa, para el aseo semanal se calentaba agua en grandes ollas en los “tontos”, fogones de aserrín comprimido dentro de un tarro viejo, que fueron cruelmente reemplazados por las modernas ollas eléctricas de cocción lenta; y nos bañábamos en tandas, primero las mujeres, luego los hombres, después los niños, en un pequeño estanque construido en la terraza; usábamos siempre jabón negro y en ocasiones especiales champú al huevo que venía en diminutos cojines, traído de contrabando por los comerciantes del “Chico Ipiales”, como se le conocía al grupo de tiendas ubicadas a un costado de la Iglesia de San Francisco.

La presencia de los baños públicos, instalados en dos o tres lugares de la ciudad, significó una bendición. Hasta ahí llegaban familias enteras con su maletín al hombro en busca de un baño con agua caliente. Recuerdo con toda nitidez y hasta percibo el olor de aquel recinto muy cercano a mi casa, que era tan frecuentado por la comodidad que ofrecía y por la limpieza de sus instalaciones, de propiedad de una familia Tamayo.

Cuando llegaron a Cuenca las duchas eléctricas fue todo un suceso. Mi madre hizo construir un cuarto de baño específicamente para el efecto, y solicitó la ayuda de un hábil amigo del barrio para la instalación de la ducha.  El señor realizaba su trabajo en medio de la algarabía de los niños que esperábamos desnudos, envueltos en una toalla, el funcionamiento de la pequeña máquina. Cuando se nos permitió ingresar porque el trabajo había concluido, se produjo un corto circuito que nos hizo volar despavoridos por toda la casa. Qué desazón, nunca pudimos bañarnos en agua caliente; como recuerdo quedó el tubo vacío por donde salía agua fría, cuyo contorno húmedo era aprovechado por diminutas lengüitas sedientas, de pequeños roedores que habitaban en el tumbado y nos acompañaban en esas heladas jornadas, que las soportábamos con estoicismo, convencidos de que nunca íbamos a pescar un resfriado, porque como decía mamá, el agua fría templaba nuestros nervios y nos hacía más fuertes. 

SOÑANDO DESPIERTOS POR LA PLAZA DE SAN FRANCISCO

Por Violeta Illescas
Fotos de Andrés Sánchez

En la actualidad, la infraestructura de la Plaza es sombría y permite palpar la crisis económica y social que atraviesan varios ciudadanos que no tienen empleo; miradas tristes en busca de oportunidades, personas en estado etílico sobre los adoquines, gente que la ocupa como baño y, comerciantes que no quieren re-ubicarse y que han tomado posesión del espacio público de todos los cuencanos.

A través del tiempo, en las distintas administraciones se presentaron varios proyectos pero ninguno ha sido ejecutado, el conflicto de intereses sociales, políticos y económicos dificulta un acuerdo definitivo que, si bien no será del beneplácito de toda la ciudadanía, es necesario para la Ciudad.

La historia cuenta que otavaleños y comerciantes destinaron este espacio para la venta de productos, costumbre que dificulta su traslado. Pensar en la Ciudad y no sólo en un sector de la población supone el establecer compromisos conjuntos que beneficien a autoridades, usuarios y comerciantes, con el fin de precautelar los intereses colectivos y de esta manera dar luz verde a nuevas formas de habitar la Plaza.

Como cuencanos amemos la Ciudad, mantengamos una visión positiva y no perdamos la esperanza de ver un cambio que mejore los espacios de la colectividad. 

Vista aérea de la plaza San Francisco, Cuenca, Ecuador

Uno de los comercios dentro de la Plaza

Fachada norte de la Plaza, al pie se ven los toldos que cobijan los comercios otavaleños

EL ORÁCULO DE SAN FRANCISCO

Por Dániaba Montesinos
Fotos de Andrés Sánchez

Sin reloj, sin fecha ni calendario, al pasar por la plaza de San Francisco,  adivino la hora… deber ser temprano todavía; don Genaro prepara agüitas de sábila diagonal a la puerta de la iglesia de El Carmen pero para encontrar su carrito de hierbas medicinales debo madrugar porque a las ocho llega la Guardia Ciudadana y los ambulantes corren… don Genaro mueve sus trastos a la Plaza junto a los curanderos entre otavaleños y casetas metálicas.

Espero la bebida y observo; los betuneros han llegado; en una silla de ruedas-bicicleta alguien desayuna; ancianas milenarias se persignan; floristas afanosas embellecen sus quioscos; actividad efervescente en la Plaza de las Flores. Una voz ronca me saca del ensueño: ¡ya está!, esto le limpia hígado, riñones, colesterol, metales pesados y le trae amor salud y dinero.

Son pasadas las ocho y apuro un trago que voy tarde ¡imposible avanzar! una muchedumbre grita, se agolpa, se apretuja y sin más, se separa; unos cuantos siguen a un “jefe”. Hordas de albañiles se congregan en la Plaza, con mochila al hombro y herramientas gastadas buscan trabajo; el séquito desayuna secos, ceviches, encebollados, batidos con huevo de codorniz y poni malta mientras esperan un “jefecito”; un predicador invita al arrepentimiento para calmar la ira del Señor; y el furgoncito de movistar anuncia nuevas ofertas mientras sigo en mi forcejeo para caminar: ¡lunes otra vez!

Fluye la semana…martes: se cura del espanto y del mal de ojo; miércoles: venta de guitarras frente a la iglesia de San Francisco; jueves: peras y manzanas de San Bartolomé; viernes; artesanas toquilleras y plantas junto a las casetas de batidos; la jornada terminó.

Y con tanto ajetreo la garganta se seca, me provocan las agüitas del don Genaro... todavía está en la Plaza, en el parqueadero municipal, aunque ya se dispone a partir. Son las doce, platicamos, echo un trago y ¡hasta mañana! ¿Mañana? pero si es sábado y no tengo trabajo, quizá ¿este viernes se hizo lunes por la cantidad de albañiles? o ¿la Plaza predice la realidad económica de la Ciudad?

Así como el clima y sus estaciones, el movimiento en la Plaza y sus protagonistas modelan el engranaje de un reloj etéreo e imaginario que cadencia el devenir de los habitantes del barrio San Francisco, de aquellos que lo frecuentamos y del corazón de la Cuenca antigua.


Venta ambulante de hierbas medicinales en la plaza San Francisco