lunes, 1 de agosto de 2016

¡COCOLA, MONGOLA, TINCA LA BOLA DEL BACÍN!

Por María Arévalo

Cuenta mi padre que durante su niñez no había servicio de agua potable que llegara a los domicilios en nuestra ciudad. La casita en que nació,  de la Calle Larga, veía correr a su frente  una acequia que conducía las aguas servidas del vecindario y era el lugar en que los niños generalmente, vaciaban los grandes gualatacos -bacinillas de madera- en donde los miembros de la familia hacían sus necesidades.

Las familias acomodadas delegaban este oficio a niñas indígenas traídas de las zonas rurales cercanas a Cuenca para trabajar de por vida en sus casas a cambio de techo, comida y vestimenta. En esa época de precarias condiciones sanitarias, los piojos eran huéspedes normales de las personas y su lugar de asiento favorito era la cabeza.  La tarea de espulgar tomaba tiempo;  cuentan que era común ver a la luz del sol, a mujeres espulgando sus testas  y sus polleras en las aceras de las calles.  Pero no se molestaban en asear ni espulgar a estas pequeñas, sino que las rapaban.  Y eran las niñas rapadas, las pequeñas criadas, quienes botaban los bacines de sus amos en las acequias, aguantando las afrentadas de los rapaces que les gritaban: “Cocola, mongola, tinca la bola del bacín”,  por su cabeza sin pelo, por la oblicuidad de sus ojos que semejaba características mongólicas, y por el oficio de golpear violentamente con sus dedos el bolo fecal.

Para papá, hijo único, botar el bacín era un pretexto para divertirse con sus amigos en la acequia que traía en su caudal infinidad de cachivaches y pequeños animales muertos o casi muertos, confundidos entre un sinfín de bacinillas oxidadas.  Cuenta que muchas veces se le perdió el bacín de mis abuelos por distraerse en el juego y que aguantaba las “pisas” de su madre cuando llegaba a casa bien entrada la tarde, con un bacín cualquiera, que era identificado al día siguiente, cuando ya había sido ocupado.

Lo más triste, comenta, era rescatar cachorros de las aguas inmundas y no tener qué hacer con ellos, porque su madre no le recibía más animales.  Entonces, acudía trémulo, acunando el tesoro latiente y húmedo, a la tienda de mama Emilia, una viejecita sabia que oficiaba de curandera del barrio, cuya sensibilidad no era ajena a su súplica.  Después de las reprimendas del caso, le recibía el encargo, y se ocupaba de asistir al animalito hasta conseguirle un hogar permanente. Papá, con el corazón agradecido, le retribuía el favor, haciéndole todo tipo de “mandados” y  llevándole de vez en cuando, pescados capturados en las aguas del Tomebamba, que corría cerquita de su casa.

Cuando se inauguró en Cuenca el sistema de agua potable, contadas familias pudientes instalaron en sus viviendas los servicios higiénicos, que eran unas gigantescas tazas de loza conectadas a un tanque  alto que hacía de reservorio de agua y que se accionaba tirando de una cadena larga situada a un costado del depósito, las famosas baterías NIÁGARA. 

El arribo de estos aparatos  había sido una novedad. Cuenta papá que un compañero suyo de la escuela de los Hermanos Cristianos llegó con la noticia de que en su casa había un artefacto hermoso para hacer las necesidades, que no tenían que desocuparlo, porque tirando de una cadena, mágicamente desaparecían los excrementos.  Les llevó a los más íntimos a conocer el portento y poco a poco llevó a todo el grado; pero cuando el número de curiosos aumentó, se ingenió para cobrarles la visita, aplicándoles una tarifa de medio por orinada y real por cagada, monedas fraccionarias del Sucre, en ese entonces nuestra moneda oficial. Era un precio justo por el trabajo de introducirles a hurtadillas,  para evitar que fuesen vistos por los miembros de la familia. 

Durante mi niñez, ya se habían instalado servicios higiénicos en casi todas las casas, incorporados en espacios improvisados, alejados de las otras habitaciones.  En mi casa, el lugar era  tétrico, tanto, que en las noches, cuando la necesidad apremiaba, llegar allí significaba una verdadera tortura, por el frío, por la oscuridad, por el sinfín de leyendas sobre apariciones en lugares lúgubres, contadas por el Toyo, mi hermano mayor, genial inventor de cuentos, nuestro propio Allan Poe. Pero los muchachos de la casa no se hacían problema, habían descubierto sitios alternativos, según contaban, las plantas sembradas en las macetas de la casa les debían a ellos su exuberancia.

Lo que no había o era muy escaso era el papel higiénico, en su lugar se utilizaba papel periódico. Era habitual observar en los cuartos de baño de aquel tiempo, justo al lado de la taza del servicio, un enorme clavo con recortes de periódico que cumplían su cometido con eficiencia y que además informaban a quien se encontraba “en labor”.

Las duchas llegaron mucho después.  En mi casa, para el aseo semanal se calentaba agua en grandes ollas en los “tontos”, fogones de aserrín comprimido dentro de un tarro viejo, que fueron cruelmente reemplazados por las modernas ollas eléctricas de cocción lenta; y nos bañábamos en tandas, primero las mujeres, luego los hombres, después los niños, en un pequeño estanque construido en la terraza; usábamos siempre jabón negro y en ocasiones especiales champú al huevo que venía en diminutos cojines, traído de contrabando por los comerciantes del “Chico Ipiales”, como se le conocía al grupo de tiendas ubicadas a un costado de la Iglesia de San Francisco.

La presencia de los baños públicos, instalados en dos o tres lugares de la ciudad, significó una bendición. Hasta ahí llegaban familias enteras con su maletín al hombro en busca de un baño con agua caliente. Recuerdo con toda nitidez y hasta percibo el olor de aquel recinto muy cercano a mi casa, que era tan frecuentado por la comodidad que ofrecía y por la limpieza de sus instalaciones, de propiedad de una familia Tamayo.

Cuando llegaron a Cuenca las duchas eléctricas fue todo un suceso. Mi madre hizo construir un cuarto de baño específicamente para el efecto, y solicitó la ayuda de un hábil amigo del barrio para la instalación de la ducha.  El señor realizaba su trabajo en medio de la algarabía de los niños que esperábamos desnudos, envueltos en una toalla, el funcionamiento de la pequeña máquina. Cuando se nos permitió ingresar porque el trabajo había concluido, se produjo un corto circuito que nos hizo volar despavoridos por toda la casa. Qué desazón, nunca pudimos bañarnos en agua caliente; como recuerdo quedó el tubo vacío por donde salía agua fría, cuyo contorno húmedo era aprovechado por diminutas lengüitas sedientas, de pequeños roedores que habitaban en el tumbado y nos acompañaban en esas heladas jornadas, que las soportábamos con estoicismo, convencidos de que nunca íbamos a pescar un resfriado, porque como decía mamá, el agua fría templaba nuestros nervios y nos hacía más fuertes. 

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