Por
María Arévalo
Cuenta mi padre que durante su niñez no había
servicio de agua potable que llegara a los domicilios en nuestra ciudad. La casita
en que nació, de la Calle Larga, veía
correr a su frente una acequia que
conducía las aguas servidas del vecindario y era el lugar en que los niños
generalmente, vaciaban los grandes gualatacos -bacinillas de madera- en donde
los miembros de la familia hacían sus necesidades.
Las familias acomodadas delegaban este oficio
a niñas indígenas traídas de las zonas rurales cercanas a Cuenca para trabajar
de por vida en sus casas a cambio de techo, comida y vestimenta. En esa época
de precarias condiciones sanitarias, los piojos eran huéspedes normales de las
personas y su lugar de asiento favorito era la cabeza. La tarea de espulgar tomaba tiempo; cuentan que era común ver a la luz del sol, a
mujeres espulgando sus testas y sus polleras
en las aceras de las calles. Pero no se
molestaban en asear ni espulgar a estas pequeñas, sino que las rapaban. Y eran las niñas rapadas, las pequeñas criadas,
quienes botaban los bacines de sus amos en las acequias, aguantando las afrentadas
de los rapaces que les gritaban: “Cocola,
mongola, tinca la bola del bacín”, por
su cabeza sin pelo, por la oblicuidad de sus ojos que semejaba características
mongólicas, y por el oficio de golpear violentamente con sus dedos el bolo
fecal.
Para papá, hijo único, botar el bacín era un
pretexto para divertirse con sus amigos en la acequia que traía en su caudal
infinidad de cachivaches y pequeños animales muertos o casi muertos,
confundidos entre un sinfín de bacinillas oxidadas. Cuenta que muchas veces se le perdió el bacín
de mis abuelos por distraerse en el juego y que aguantaba las “pisas” de su
madre cuando llegaba a casa bien entrada la tarde, con un bacín cualquiera, que
era identificado al día siguiente, cuando ya había sido ocupado.
Lo más triste, comenta, era rescatar cachorros
de las aguas inmundas y no tener qué hacer con ellos, porque su madre no le recibía
más animales. Entonces, acudía trémulo, acunando
el tesoro latiente y húmedo, a la tienda de mama Emilia, una viejecita sabia
que oficiaba de curandera del barrio, cuya sensibilidad no era ajena a su
súplica. Después de las reprimendas del
caso, le recibía el encargo, y se ocupaba de asistir al animalito hasta
conseguirle un hogar permanente. Papá, con el corazón agradecido, le retribuía
el favor, haciéndole todo tipo de “mandados” y
llevándole de vez en cuando, pescados capturados en las aguas del
Tomebamba, que corría cerquita de su casa.
Cuando se inauguró en Cuenca el sistema de
agua potable, contadas familias pudientes instalaron en sus viviendas los
servicios higiénicos, que eran unas gigantescas tazas de loza conectadas a un
tanque alto que hacía de reservorio de
agua y que se accionaba tirando de una cadena larga situada a un costado del
depósito, las famosas baterías NIÁGARA.
El arribo de estos aparatos había sido una novedad. Cuenta papá que un compañero
suyo de la escuela de los Hermanos Cristianos llegó con la noticia de que en su
casa había un artefacto hermoso para hacer las necesidades, que no tenían que
desocuparlo, porque tirando de una cadena, mágicamente desaparecían los
excrementos. Les llevó a los más íntimos
a conocer el portento y poco a poco llevó a todo el grado; pero cuando el
número de curiosos aumentó, se ingenió para cobrarles la visita, aplicándoles
una tarifa de medio por orinada y real por cagada, monedas fraccionarias del
Sucre, en ese entonces nuestra moneda oficial. Era un precio justo por el
trabajo de introducirles a hurtadillas, para
evitar que fuesen vistos por los miembros de la familia.
Durante mi niñez, ya se habían instalado
servicios higiénicos en casi todas las casas, incorporados en espacios
improvisados, alejados de las otras habitaciones. En mi casa, el lugar era tétrico, tanto, que en las noches, cuando la necesidad
apremiaba, llegar allí significaba una verdadera tortura, por el frío, por la
oscuridad, por el sinfín de leyendas sobre apariciones en lugares lúgubres,
contadas por el Toyo, mi hermano mayor, genial inventor de cuentos, nuestro
propio Allan Poe. Pero los muchachos de la casa no se hacían problema, habían
descubierto sitios alternativos, según contaban, las plantas sembradas en las
macetas de la casa les debían a ellos su exuberancia.
Lo que no había o era muy escaso era el papel
higiénico, en su lugar se utilizaba papel periódico. Era habitual observar en
los cuartos de baño de aquel tiempo, justo al lado de la taza del servicio, un enorme
clavo con recortes de periódico que cumplían su cometido con eficiencia y que además
informaban a quien se encontraba “en labor”.
Las duchas llegaron mucho después. En mi casa, para el aseo semanal se calentaba
agua en grandes ollas en los “tontos”, fogones de aserrín comprimido dentro de
un tarro viejo, que fueron cruelmente reemplazados por las modernas ollas
eléctricas de cocción lenta; y nos bañábamos en tandas, primero las mujeres,
luego los hombres, después los niños, en un pequeño estanque construido en la terraza;
usábamos siempre jabón negro y en ocasiones especiales champú al huevo que
venía en diminutos cojines, traído de contrabando por los comerciantes del
“Chico Ipiales”, como se le conocía al grupo de tiendas ubicadas a un costado
de la Iglesia de San Francisco.
La presencia de los baños públicos,
instalados en dos o tres lugares de la ciudad, significó una bendición. Hasta
ahí llegaban familias enteras con su maletín al hombro en busca de un baño con
agua caliente. Recuerdo con toda nitidez y hasta percibo el olor de aquel
recinto muy cercano a mi casa, que era tan frecuentado por la comodidad que
ofrecía y por la limpieza de sus instalaciones, de propiedad de una familia
Tamayo.
Cuando llegaron a Cuenca las duchas
eléctricas fue todo un suceso. Mi madre hizo construir un cuarto de baño específicamente
para el efecto, y solicitó la ayuda de un hábil amigo del barrio para la
instalación de la ducha. El señor realizaba
su trabajo en medio de la algarabía de los niños que esperábamos desnudos,
envueltos en una toalla, el funcionamiento de la pequeña máquina. Cuando se nos
permitió ingresar porque el trabajo había concluido, se produjo un corto
circuito que nos hizo volar despavoridos por toda la casa. Qué desazón, nunca
pudimos bañarnos en agua caliente; como recuerdo quedó el tubo vacío por donde
salía agua fría, cuyo contorno húmedo era aprovechado por diminutas lengüitas
sedientas, de pequeños roedores que habitaban en el tumbado y nos acompañaban
en esas heladas jornadas, que las soportábamos con estoicismo, convencidos de
que nunca íbamos a pescar un resfriado, porque como decía mamá, el agua fría templaba
nuestros nervios y nos hacía más fuertes.
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