En la casa de mis padres las navidades tenían un
cariz de trabajo por los intensos preparativos de los disfraces que
alquilábamos para los Pases de Niño, las fiestas de los Santos Inocentes, las
de Año Viejo y las de Semana Santa, celebraciones profundamente arraigadas en
la tradición de mi tierra. Tratándose
del único lugar de la ciudad que a la época prestaba ese servicio, la
dedicación a este oficio era intensa e involucraba a toda la familia.
Si bien se habían asignado lugares específicos para
estos menesteres, en los días previos a las fiestas, la casa toda se veía
inundada de prendas y complementos de las más variadas formas y estilos para
satisfacer la demanda de la ciudadanía. Situación que suponía un caos para toda
la familia, porque nuestros asuntos pasaban a un segundo plano, cuando mamá se
amanecía frente a la antigua máquina de coser SINGER, seguramente consciente de
nuestras necesidades pero abocada indefectiblemente a enfrentar el gran
esfuerzo que demandaba el negocio.
Cosía y silbaba, silbaba y cosía, al son de la
ingenua picardía de tonos como éste: “Como pica, pica, pica, como raspa, raspa
y raspa, como pica, raspa y pica cuando besa, el hermoso bigotito de
Tomás”. En el patio ardía la lumbre de
un “tonto”, confeccionado con aserrín dentro de un tarro viejo. Ahí se cocía el mote durante toda la noche,
abrigando la casa en esas veladas interminables.
Cajas inmensas con adminículos inverosímiles;
sostenedores de hierro cargados de trajes de los más diversos estilos;
guardarropas antiguos abarrotados de telas que servirían para la confección de
los trajes; paredes cubiertas de sombreros, de bastones, de coronas, de cabezas
de animales disecados; potos, chicotes, zamarros para complementar la
vestimenta de los cañarejos; cinturones y pistolas de fantasía para los
mejicanos; pelucas de cabello natural prendidas en los pilares del patio,
esperando ser peinadas con goma y clavo caliente; cántaros para las mujeres
santas, sudarios pintados con la santa faz, cruces de madera para los cristos;
lanzas y bodoqueras para los jíbaros; cielos rasos tapados con tablas decoradas
que se utilizaban una vez al año para engalanar los carros alegóricos; cientos
de caretas de papel y de caucho que representaban a los héroes de
temporada, y tantas cosas más, hacían de mi casa un lugar suigéneris, que
llamaba la atención de los visitantes y que a mí me producía sobrecogimiento. Recuerdo que muchas noches no dormía
imaginando que la casa llena de espectros, se volcaría sobre nosotros y nos
aplastaría. Pero cuando llegaba el día, las cosas eran distintas y el espacio
se convertía en el lugar ideal para el juego, porque cada pieza era un juguete
y los sitios atestados, nuestro escondite.
Cuando crecimos la situación se hizo más difícil, la
necesidad de un espacio para realizar los deberes, el cuidado de los uniformes,
el tiempo para estudiar, la celebración de las fiestas, asuntos que ocupan
generalmente la atención de los padres, eran nimias comparadas con la
responsabilidad de preparar la oferta de disfraces que cubriría las necesidades
familiares.
Entonces todos nos involucrábamos en el trabajo,
desde nuestras propias habilidades. Los
varones confeccionaban los artículos que complementaban la indumentaria de los
disfraces, obedeciendo a un patrón ejecutado magistralmente por las manos de
papá. Las mujeres nos ocupábamos de los
acabados de la ropa y de la elaboración de collares y zarcillos que lucirían
las cholas cuencanas, las damas, las doñas, las españolas, las otavaleñas, las
saragureñas, las mujeres santas; provistas de múltiples cajas de piedras y
mullos que combinábamos con estética para un acabado impecable que era aplaudido
por mamá Chochita.
La atención al público era dirigida por mi hermana
mayor, que preocupada siempre del glamour, arreglaba las tiendas para que
lucieran decentes. Todos participábamos
de la entrega de la ropa y de recibir una prenda que aseguraría la devolución
del disfraz.
Las más pequeñas, vendíamos las caretas que se
exhibían en grandes tablas sostenidas con bancos. Nos encantaba el oficio y cuando teníamos que
velar en la noche de Año Viejo, nos cubríamos la cara con máscaras gigantes
para poder dormitar cuando la clientela menguaba.
En las fiestas de Año Viejo e Inocentes, papá
transformaba los rostros de los disfrazados, en medio del asombro de los
espectadores que ingresaban a mares para admirar su trabajo soberbio. Recuerdo
como hoy la algarabía, las reacciones de admiración, las risas, el bullicio, y
vuelve como entonces a henchirse de orgullo mi pecho, por mis padres, por los
artífices de las fiestas, por quienes me dieron la vida.