Por María Arévalo
Publicado el 16-06-2016
Fotografía de Andrés Sánchez
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Todo olía a tradición y misterio en San Francisco... |
La casa
de mamá Juana -que así se llamaba la anciana- daba al frente de la Iglesia de
San Francisco, y cuando mi madre se concentraba en sus labores, yo salía a
descubrir la Plaza, adentrándome en el laberinto multicolor de sus espacios
abarrotados de gente, deteniéndome en los puestos de ropa de pacotilla, de
zapatos de caucho, de vajilla de fierro enlozado, de ropa de los
otavaleños.
Observaba
embelesada el ir y venir de la gente, escuchaba los diálogos del populacho y de
las vendedoras que disfrutaban de platos de comida humeante mientras departían
con sus compañeras de oficio; contemplaba arrobada la destreza de los heladeros
que en instantes llenaban los conos con hielo raspado y colores
artificiales. Y en el centro de esta
encrucijada, el puesto de los loros adivinadores que escogían la carta que
determinaría mi destino a cambio de una peseta.
Desde una
prudente distancia asistía al juego de los “jubilados pobres” que fumaban,
apostaban, y se hablaban malas palabras, cuando por la vereda pasaban los
cargadores quebrados por el peso de inmensas canastas llenas de comestibles para
abastecer la mesa de una familia, a cambio de “una fuercita”, que era el pago
que por el servicio recibían de las señoras de alto copete que les presidían en
su camino.
Mi mayor
deleite era visitar la tienda de don Emiliano Donoso, un comercio inmenso que
ocupaba casi media cuadra de la calle Presidente Córdova, en donde todo olía a
tradición y misterio. Vendían desde herramientas agrícolas hasta lana para
tejer ajuares de bebé y un gran estand de libros de magia y hermetismo que
despertaron mi curiosidad desde siempre.
Eran
jornadas de libertad matizadas con nostalgia que las vuelvo a vivir cuando
percibo el olor de un libro viejo, como “El Oráculo del Rey Salomón” que lo adquirí en una de esas tardes y que en
adelante me convirtió en la pitonisa de
mi clase.
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