jueves, 16 de junio de 2016

EL NEGOCIO DE MIS PADRES

Por María Arévalo
Publicado el 16-06-2016
Fotografías de Andrés Sánchez

En la casa de mis padres las navidades tenían un cariz de trabajo por los intensos preparativos de los disfraces que alquilábamos para los Pases de Niño, las fiestas de los Santos Inocentes, las de Año Viejo y las de Semana Santa, celebraciones profundamente arraigadas en la tradición de mi tierra.  Tratándose del único lugar de la ciudad que a la época prestaba ese servicio, la dedicación a este oficio era intensa e involucraba a toda la familia.

Si bien se habían asignado lugares específicos para estos menesteres, en los días previos a las fiestas, la casa toda se veía inundada de prendas y complementos de las más variadas formas y estilos para satisfacer la demanda de la ciudadanía. Situación que suponía un caos para toda la familia, porque nuestros asuntos pasaban a un segundo plano, cuando mamá se amanecía frente a la antigua máquina de coser SINGER, seguramente consciente de nuestras necesidades pero abocada indefectiblemente a enfrentar el gran esfuerzo que demandaba el negocio.

Cosía y silbaba, silbaba y cosía, al son de la ingenua picardía de tonos como éste: “Como pica, pica, pica, como raspa, raspa y raspa, como pica, raspa y pica cuando besa, el hermoso bigotito de Tomás”.  En el patio ardía la lumbre de un “tonto”, confeccionado con aserrín dentro de un tarro viejo.  Ahí se cocía el mote durante toda la noche, abrigando la casa en esas veladas interminables.

Cajas inmensas con adminículos inverosímiles; sostenedores de hierro cargados de trajes de los más diversos estilos; guardarropas antiguos abarrotados de telas que servirían para la confección de los trajes; paredes cubiertas de sombreros, de bastones, de coronas, de cabezas de animales disecados; potos, chicotes, zamarros para complementar la vestimenta de los cañarejos; cinturones y pistolas de fantasía para los mejicanos; pelucas de cabello natural prendidas en los pilares del patio, esperando ser peinadas con goma y clavo caliente; cántaros para las mujeres santas, sudarios pintados con la santa faz, cruces de madera para los cristos; lanzas y bodoqueras para los jíbaros; cielos rasos tapados con tablas decoradas que se utilizaban una vez al año para engalanar los carros alegóricos; cientos de caretas de papel y de caucho que representaban a los héroes de temporada,  y tantas cosas más,  hacían de mi casa un lugar suigéneris, que llamaba la atención de los visitantes y que a mí me producía sobrecogimiento.  Recuerdo que muchas noches no dormía imaginando que la casa llena de espectros, se volcaría sobre nosotros y nos aplastaría. Pero cuando llegaba el día, las cosas eran distintas y el espacio se convertía en el lugar ideal para el juego, porque cada pieza era un juguete y los sitios atestados, nuestro escondite. 

Cuando crecimos la situación se hizo más difícil, la necesidad de un espacio para realizar los deberes, el cuidado de los uniformes, el tiempo para estudiar, la celebración de las fiestas, asuntos que ocupan generalmente la atención de los padres, eran nimias comparadas con la responsabilidad de preparar la oferta de disfraces que cubriría las necesidades familiares.

Entonces todos nos involucrábamos en el trabajo, desde nuestras propias habilidades.  Los varones confeccionaban los artículos que complementaban la indumentaria de los disfraces, obedeciendo a un patrón ejecutado magistralmente por las manos de papá.  Las mujeres nos ocupábamos de los acabados de la ropa y de la elaboración de collares y zarcillos que lucirían las cholas cuencanas, las damas, las doñas, las españolas, las otavaleñas, las saragureñas, las mujeres santas; provistas de múltiples cajas de piedras y mullos que combinábamos con estética para un acabado impecable que era aplaudido por mamá Chochita.

La atención al público era dirigida por mi hermana mayor, que preocupada siempre del glamour, arreglaba las tiendas para que lucieran decentes.  Todos participábamos de la entrega de la ropa y de recibir una prenda que aseguraría la devolución del disfraz.

Las más pequeñas, vendíamos las caretas que se exhibían en grandes tablas sostenidas con bancos.  Nos encantaba el oficio y cuando teníamos que velar en la noche de Año Viejo, nos cubríamos la cara con máscaras gigantes para poder dormitar cuando la clientela menguaba. 


En las fiestas de Año Viejo e Inocentes, papá transformaba los rostros de los disfrazados, en medio del asombro de los espectadores que ingresaban a mares para admirar su trabajo soberbio. Recuerdo como hoy la algarabía, las reacciones de admiración, las risas, el bullicio, y vuelve como entonces a henchirse de orgullo mi pecho, por mis padres, por los artífices de las fiestas, por quienes me dieron la vida. 




1 comentario:

Unknown dijo...

Hermosamente descrita tu vida y el tiempo que vivimos con tanta alegria, año a año, quienes crecimos en esta hermosa ciudad. Que bello articulo. Me supo a turrón y a manjar de leche; vino a mi, clarita, la felicidad que solo de niños podemos sentir. Gracias Maria por este regalo.